El Torino avanzaba despacio por una de las tantas avenidas de Tucumán. Un nene de 8 años iba sentado en el asiento de atrás, entre su hermana menor y la madre de ambos. La tía Ana, ubicada en el asiento del acompañante, miró su reloj. "Apurate, Carlos -dijo-. Van a perder el avión". Su marido apretó el volante, tiró un rebaje y aceleró. Atrás, el pequeño Héctor oyó el rugido del motor, y al mismo tiempo sintió que una fuerza poderosa e invisible le oprimía el pecho y lo estampaba contra el respaldo del asiento. Abrió grandes los ojos y contuvo la respiración. Era la primera vez que experimentaba la potencia de un Torino, un bautismo de fuego que lo marcaría para siempre.
Cuatro años después, él y su padre miraban por la tele de la cocina la ceremonia de inauguración del Rally. El evento se realizaba en Buenos Aires, donde ellos vivían, pero la carrera iba a ser en Córdoba, a setecientos kilómetros. Mientras veían como iban subiendo los autos a la rampa y los preparaban para las fotos, Héctor terminó de un sorbo su Coca y quedó pensativo, con los ojos fijos en la pantalla.
-Pá.
-¿Mh?
-¿Cómo van a llevar todos los autos hasta Córdoba?
-Por la ruta Panamericana.
El presentador del evento seguía dando estadísticas y comparando cifras. Cada tanto pedía alguna opinión a otros comentaristas, que agregaban datos y anécdotas de color. Las voces surgían potentes de la TV, se desparramaban por cada rincón de la cocina.
-Pá.
-¿Mmmmh?
-¿Hasta dónde llega la ruta Panamericana?
-Hasta Alaska.
Héctor no siguió con las preguntas, su padre estaba concentrado y no quería volver a molestarlo. Ya no le interesaba el Rally. En su cabeza sólo resonaba una pregunta que no lo dejaba tranquilo: ¿Dónde quedaba Alaska? Cuando no aguantó más la curiosidad se levantó de la silla, salió de la cocina y fue hasta el mueble donde guardaban las guías de calles. Sacó una y se puso a revisarla. Siempre había sentido fascinación por los mapas. Analizar ese intrincado laberinto de líneas que representaban calles, avenidas y rutas era, para él, una forma de viajar sin tener que moverse de casa. Buscó y buscó hasta encontrar la Panamericana, y se puso a recorrerla con el dedo. Saltó de una página a otra, pero los mapas de la guía eran solamente de Argentina. Tras cruzar de punta a punta el país, su índice llegó hasta la frontera con Bolivia. "Alaska está más lejos -pensó-. Tiene que ser un viaje muy muy largo". Imaginó la ruta. Una línea de pavimento atravesando bosques, montañas y desiertos. Bordeando pueblos diminutos, enormes ciudades y mares de un azul profundo. La ruta. Siempre avanzando con soltura y elegancia hasta perderse en el horizonte. Hablando en su idioma mudo. lamándolo. Héctor cerró la guía, inspiró profundo y, con apenas diez años, se hizo una firme promesa: "Algún día voy a manejar hasta Alaska".
Cuando terminó la secundaria estudió cartografía, y ya recibido dio clases en la universidad. En el plano profesional no podía quejarse, pero en el fondo no estaba tranquilo: se moría de ganas de salir a recorrer el mundo. Al principio trató de conformarse regalándose pequeñas dosis de libertad. Con sus primeros ahorros compró una moto y dedicó varias vacaciones a recorrer diferentes tramos de la ruta cuarenta. Se sentía pleno manejando durante días, y cada vez que tenía que volver al trabajo se deprimía. "Me gustaba mi profesión, pero yo no quería pasar casi todo el año en un lugar cerrado. Eso no era para mí". A los treinta años decidió dar otro paso para concretar su vieja promesa. Buscando en los clasificados encontró el aviso de un Torino que estaba en venta. No publicaban fotos y esto le hizo desconfiar, pero igual fue a ver el auto con un amigo. El dueño lo tenía en un garaje, oculto detrás de un portón de chapa. "Es éste -dijo Héctor todavía sin verlo-. Lo voy a comprar, estoy seguro". Su amigo lo miró extrañado, no entendía el porqué de semejante arrebato. Cuando el portón terminó de subir, el Torino por fin quedó a la vista. Era blanco y estaba descuidado, pero eso a Héctor no le importó. Aunque no sabía por qué, ya había tomado su decisión. Tardó tres años en restaurarlo. Chapa, pintura, instalación eléctrica, espirales, amortiguadores, tren delantero, frenos, embrague, motor... Invirtió tiempo, dinero y energía. Pero cuando terminó, el auto quedó como nuevo.
-¿Cómo anda Balboa? -le preguntó un amigo, mientras compartían unas cervezas en un bar.
-¿Quién?
-Tu auto. Balboa.
Su amigo lo había bautizado así en honor a Rocky, el legendario boxeador del cine que no sabía rendirse. A Héctor le gustó la ocurrencia, sintió que al Torino ese nombre le calzaba perfecto. Cuando volvió a su casa se paró frente al auto y lo miró fijo. "Vos y yo vamos a viajar hasta Alaska -dijo palmeando el capot-. Preparate, Balboa".
Tenía el auto, tenía las ganas, pero algo faltaba para arrancar. No era una decisión fácil, se trataba de renunciar a toda una vida ya construida y empezar un viaje con destino incierto. Héctor peleó durante largo tiempo contra sus miedos. Más de una vez estuvo a punto de salir, pero por algo siempre terminaba reculando. Un día el destino lo madrugó con un golpe devastador: la muerte de su hermana. Tras el funeral, él se sentó en el Torino y se quedó un largo rato ahí encerrado. Pensaba en algo muy obvio, pero que hasta ese momento nunca había percibido con tanta claridad: lo que le había pasado a Fátima podía ocurrirle a cualquiera, en cualquier momento o lugar. Quizás -me atrevo a especular- era ésa la gran enseñanza que había venido a regalarle su hermana. "Salimos, Balboa -apretó el volante con los ojos aún nublados por las lágrimas-. Nos vamos".
En noviembre del 2016 se cumplían cincuenta años del nacimiento del Torino. Era la fecha perfecta para arrancar el viaje, el momento que Héctor y Balboa tanto habían esperado. Una caravana de cincuenta Torinos arrancó de Buenos Aires con destino a Córdoba, y tras renunciar a su trabajo y despedirse de familia y amigos, Héctor se sumó ella. Manejó durante todo el día escoltado por esa larga hilera de clásicos. El pecho inflado de orgullo, la emoción en carne viva. Al llegar a Córdoba se despidió entre aplausos y buenos augurios de los demás conductores, y sin perder tiempo inició su propio viaje rumbo a Alaska. La primera etapa del trayecto fue la más serena. El cartógrafo tenía ahorros y varias tarjetas de crédito con las que se iba manejando. Podía dormir en hostales y pagaba sin problemas los peajes y la enorme cantidad de nafta que tragaba Balboa. En Perú su presupuesto lentamente empezaba a complicarse. Conocí a Héctor en Panamá, cuando su economía ya estaba entre las cuerdas. Recorrimos varios países juntos, compartimos mil anécdotas. Durante ese tiempo hizo lo imposible para mantener sus finanzas en orden, pero no lo consiguió. En diciembre de 2018 tocó fondo: ya no tenía más crédito bancario y le quedaba, literalmente, un dólar en el bolsillo. "Buscate algún trabajo, amigo -le aconsejé la noche de Año Nuevo-. De mozo o de lo que sea, al menos para salir del paso". "Voy a trabajar, pero tiene que ser con algo relacionado a mi viaje -contestó preocupado pero a la vez decidido-. Si muero va a ser con las botas puestas". Tras mandar docenas de mails consiguió algunos sponsors, y con ese último dinero hizo imprimir gorras, tazas y remeras con el logo de su viaje. Empezó a vender su merchandising en encuentros de autos, estaciones de servicio o en cualquier plaza donde se estacionaba. Su padre, armado con la misma mercadería, asistió a varias juntadas de Torinos en Argentina, contribuyendo a la distancia -sigue haciéndolo- para que el viaje no se cortara. Hace un par de semanas, y tras dos años de rodar, Héctor y Balboa lograron una hazaña que en algún momento parecía imposible: cruzaron la frontera de Estados Unidos. "Llegué con ochocientos dólares en el bolsillo -aclaró mi amigo-. Con eso tengo para tirar unos cuantos kilómetros". Días después recibí otro audio: "Estoy en el desierto. Cargué nafta, pagué una ducha y compré algo de comer. Me quedan treinta y nueve dólares". En Las Vegas la cosa se puso aún más extrema: apostó diez dólares de los dieciséis que tenía encima, y tras embocar algunos plenos se fue del casino con sesenta de ganancia. El viaje de Héctor y Balboa es así, una verdadera montaña rusa. O mejor dicho una pelea permanente en la que cada round cuenta. A pesar de los obstáculos cada vez están más cerca de Alaska, y ya no me quedan dudas: van a llegar. Porque más allá de los golpes que cada tanto les toca soportar, hombre y máquina comparten una virtud que tienen muy pocos y que, al final, siempre inclina la pelea a su favor: una fuerza bestial. Taurina.
Marcos Alejandro Villalón
Lectura Rodante
2 de julio de 2019
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